Los puentes sobre el río Ebro y sus orillas albergan a quien no tiene dónde ir. «Cuando vienen a verla las asistentas no se acercan, dicen que está bien, ¿es que no tienen ojos», se preguntan
Ionel y su esposa llevan 20 años en residiendo en España. Los últimos seis meses los han vivido en una tienda de campaña que plantaron entre los puentes de Piedra y de Hierro, resguardados contra el muro del paseo. Es su dormitorio particular. Fuera de la tienda, a la intemperie, la cocina y el salón son cuatro sillas y una sombrilla. Cachibaches aquí y allá que han ido recogiendo de la basura. Sombrillas, carros, sillas a las que les falta la tapicería. El baño es una esquina donde unos baldes hacen de ducha cuando el calor aprieta y cuando surge la necesidad. «Pero no se crea, eh, aquí no estamos tan mal», bromean con resignación.
Es mediodía y están haciendo la comida. Hoy toca un guiso de patatas con algo de carne que cocinan en el suelo en un fuego que avivan con alcohol. Sin luz, sin agua, sin nada. Comen de lo que pueden mendigar, de las sobras de los supermercados. Aún así ofrecen asiento, comida y agua.
A la comida han acudido parte del vecindario, la mesa de hoy la comparten con otros rumanos, que cómo ellos han acabado haciendo del puente su techo y una lituana, que tan apenas puede tenerse de pie. En total, medida docena de personas se ha instalado en la orilla del Ebro, intentando mantenerse alejados de las miradas policiales. Y con la esperanza de que las autoridades atiendan sus necesidades. No están así por gusto, aseguran.
Viven tranquilos, como pueden, sin expectativas. «La verdad es que nadie nos molesta, la Policía sabe que estamos aquí pero yo soy buena persona, no robo», explica Ionel. Los servicios sociales también los conocen y de cuando en cuando pasan por su casa a interesarse. El resto del tiempo tratan de buscarse la vida, en medio del calor y una pandemia que no les afecta de forma directa. Solo algunas noches sienten el ruido de los que bajan a la orilla del río a hacer sus asuntos. Parejas ardorosas, jóvenes de botellón .
Más complicada es su relación con las plagas. Sufren por la presencia de ratas, a las que también sufren, que salen de noche del río y todo lo invaden. No tienen muchas opciones mas que mantenerlo todo cerrado a cal y canto para que no entren, para que no coman su comida. Luego están los mosquitos y las moscas que se agarran en la piel. Incómodas compañeras de noche, de calores y de abandono.
Enfermedad
Lo que peor lleva esta peculiar comunidad de vecinos es el estado de Elena, su compañera lituana, que vive unos metros más allá en otra tienda. Está impedida y se mueve con dificultad, visiblemente enferma. Los problemas intestinales han empeorado en las últimas semanas. Su pareja enseña un vídeo de cómo tiene que asearla en la orilla del Ebro para dejarla limpia ya que ella es incapaz de hacerlo y se hace todo encima. Las imágenes estremecen. Son crudas y una bofetada a la dignidad. A la de ella y a la de todos. «Cuando vienen a verla las asistentas ni se acercan. Y dicen que la ven bien… ¿es que no tienen ojos?», se preguntan con impotencia.
Han oído hablar del Salario Mínimo Vital. La mujer de Ionel lo ha pedido aunque no confía mucho en ello. Les gustaría tener una casa, dejar de vivir con un ojo puesto en la orilla. «El agua ya nos ha mojado los colchones un par de veces y tuvimos que ir al albergue», explican, pero todo es temporal y no les resuelven sus problemas, condenados a la calle.
Saben que el otoño y las crecidas del cauce se llevarán su hogar aguas abajo y viven con la tranquilidad de quien no tiene nada que perder. La vida del que siempre vive de puente en puente es acostumbrarse a la incertidumbre, a lo que pueda llegar después.
Un gran oso de peluche con mascarilla recuerda que una enfermedad azota con fuerza sin hacer consideraciones ante la misera. «Nos gustaría volver a Rumanía, no nos gusta vivir como perros, pero no puede ser», lamenta con dureza Elena. Cuando no se tiene nada es difícil moverse. Hasta abandonar el campamento para conseguir alimentos es un reto. No saben si cuando regresen seguirán sus pocas pertenencias donde las dejan –unas alfombras, mesas, algunos adornos– ni que pasará con los compañeros que no pueden moverse.
En la fruta
Ionel ha trabajado en este tiempo en la fruta o cogiendo cebollas. Ahora la enfermedad le ata al puente. «La gente nos dice que nos busquemos la vida, pero nadie nos da trabajo, no tenemos ninguna alternativa», lamentan.
En el resto de tiendas de la orilla del Ebro las historias mantienen el mismo grado de impotencia. El círculo vicioso de la pobreza que se recrudece en medio de una ola de calor y una pandemia. Algo que posiblemente no sea lo peor. Atados a la vida en la calles ya piensan en lo que vendrá. «No se cómo lo haremos en invierno», se desespera Elena.
Fuente original: El Periódico de Aragón
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